Cuando vivimos la sensación de pérdida, que puede ser de nuestros seres queridos, de nuestra juventud, de nuestra vida, experimentamos estados de tránsito que pueden abrir el corazón y la mente más allá de sus límites. Son estados tiernos, no agresivos, de final abierto. De alguna manera, sentimientos como la decepción, la vergüenza, los celos, la ira o el miedo son mensajeros que nos muestran, con claridad terrorífica, el lugar exacto donde estamos atascados. También son una invitación a seguir adelante cuando tal vez preferiríamos hundirnos y retirarnos.
Cada día se nos dan muchas oportunidades de abrirnos o de cerrarnos. La más preciosa se presenta cuando llegamos a ese lugar donde pensamos que no podemos soportar lo que está pasando, que las cosas han ido demasiado lejos.
Muchos no solemos considerar que esas situaciones tienen algo que enseñarnos y huimos de ellas como locos -de hecho todas las adicciones surgen en ese momento-. Pero cuando llegamos a nuestro límite, si aspiramos a conocer ese lugar de verdad -es decir, si aspiramos a no ceder ni reprimir- una dureza se disolverá en nosotros.
Si logramos aceptarla, la energía de la ira, la decepción o el miedo nos traspasa el corazón y nos abre. Por eso, más que un obstáculo o castigo, llegar a los límites es como hallar el pasadizo hacia la salud y la bondad incondicional de la humanidad.